Ya en abril de este año abordé la gravedad de la sequía como uno de los desafíos más urgentes de nuestro tiempo. Pero ante la alarmante continuidad de sus efectos y el nuevo informe de la ONU que la califica como una “catástrofe global de lenta evolución”, no puedo dejar de volver a subrayar su importancia.
Mientras el mundo observa con alarma los múltiples flagelos del cambio climático, la sequía emerge como una crisis de lenta propagación, devastadora y universal. En México, a pesar de lluvias recientes que elevaron la capacidad del sistema Cutzamala al 52% en junio (en comparación con el 26.7% un año antes). Los embalses nacionales aún se encuentran un 5% por debajo del promedio histórico, con 97 de 210 presas por debajo del 50%. Más del 64 % del país, especialmente el norte como Chihuahua, enfrenta niveles de sequía que amenazan la viabilidad del campo y tensan el tratado hídrico con Estados Unidos.
Al otro lado de la frontera, la cuenca del suroeste de EE. UU. continúa bajo estrés. El 65% de la región atraviesa sequía, con Arizona, Nuevo México, California y Nevada enfrentando condiciones desde severas a extremas. Aunque la temporada de monzones podría ofrecer alivio parcial, no reemplaza la acumulación estructural de déficit hídrico. Para la industria, los impactos ya son palpables.
En México, las agroexportaciones del norte pierden productividad y competitividad, mientras que en Estados Unidos aumenta la presión sobre sectores como el agrícola, energético y del transporte. El ganado se migra o sacrifica, y cultivos fundamentales, desde olivares en España hasta frutales en California, se reducen significativamente. Los límites del agua dejan de ser una mera preocupación ambiental: se convierten en variables críticas para la toma de decisiones corporativas e inversionistas.
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Lo alarmante es que esta crisis ya no es episódica; es estructural. La pregunta ya no es si enfrentaremos otra sequía, sino si aprenderemos a adelantarnos. Porque en una región donde pastoreo, riego e industria están entrelazados, adaptarse al “nuevo normal” hídrico es, sencillamente, sobrevivir. Y el reloj climático no espera.